Un año del dolor

Dime tú.

Qué harías si una tarde después de una esporádica siesta vas a verte al espejo del matadero que llamas baño para hacer la rutina de siempre:

Mirar lo que llamas cara para lavarla porque si pasas un pan lo enmantequillas con toda esa grasa que te espejina el rostro, pasar el desafortunado jabón por tus humedecidas y desdichadas manos, cubrir tu ojerosa carita con la triste espuma del desafortunado artículo de limpieza y ver lo yeti que te ves reflejado en el deprimido espejo del matadero que llamas baño para finalmente descubrir el real sentido de la palabra ardor en uno de tus preciosos ojitos porque no puedes dar ni un tembloroso parpadeo, es más, no puedes mover ni una atrofiada célula de exactamente la mitad de tu sorprendido rostro.

¡Dime tú!

Por más que tratas de mover algún adormecido nervio, una fibra muscular, inclusive parpadear, sientes que... ¡no!, no sientes nada más que el ardor en tu precioso ojito abierto e indefenso a la intemperie y vulnerable a cualquier cosa que le pueda caer simplemente por que tu lindo párpado se rehusa a trabajar. Y no solo es el párpado, no mi amor, es la mitad de tu cabeza hasta la nuca incluyendo la oreja, la mitad de la nariz que no podía sentir ni el aire entrando fresquito, la mitad de la frente, una ceja, la mitad de los labios e inclusive, la lengua. Sí, la lengua, la mitad de la lengua no siente sabor alguno, el mismo sabor de las comidas que se escapan por la parte de la boca que no responde. No puedes contener ni el aire.

Y es como si hubieran delineado tu rostro con una regla precisamente por la mitad vertical y perpendicularmente. La desesperación llega ti como llegan los perros hambrientos al pedazo de carne. Te tocas, te hincas, te sobas, te pellizcas, te golpeas, te pasas hielo, haces fuerza, te echas polvito mágico y nada, nada puede devolverte la movilidad de esa parte del rostro, ni las lágrimas que derrama tu irritada glándula lagrimal. Nada.

Pues esa es la parálisis facial periférica o parálisis facial de Bell y yo la viví. La morí en realidad.

Ha pasado un año desde ese día y vale la pena recordar algo de esto, pues, como a todo, le saqué el lado bueno.

No me había pasado el irritar en el ojo cuando me vi sentado respondiendo las preguntas de un doctor. Un día antes me dolía la cabeza, exactamente en la parte de atrás de las orejas, también sentí un sabor metálico en la boca muy fuerte y claro, esos días estaba bajo el peor estrés de lo que iba de vida. La explicación fue simple, pero no exacta, pues nadie sabe a ciencia cierta el motivo de este tipo de parálisis. Resulta que la respuesta más común se basa en el virus herpes infectando los nervios auditivos y faciales usando los canales del oído aprovechando que los glóbulos rojos de tu sistema inmunológico se fueron de vacaciones cansados de tanta chamba que les diste preocupándote por los problemas de todo el mundo, provocando que tus delicados nervios se inflamen y se asfixien entre los músculos de tu rostro y los huesos de tu cráneo. Y así los nervios no pueden trabajar, pues, ni hablar.

Yo seguía mal. Cuatro inyecciones intravenosas de corticosteroides el primer día, tres el segundo y el cuarto, y dos los cuatro días siguientes acompañados de pastillas por treinta días. Parpadeaba cerrando mi ojito con los dedos, andaba con lentes oscuros todo el día pues el sol era como una patada en la sien y el viento en la noche me hincaba hasta la nuca. Cualquier sonido fuerte era como un grito desgarrador dentro de mi cabeza. Dormía con un tapón en el oido y un parche pirata para evitar cualquier irritación y soñaba que tenía un loro en el hombro, una pata de palo y buscaba un tesoro. El neurólogo me prohibió hacer todo, es decir, me recetó estar de vago. Sin pensar en nada, sin ver nada, sin preocuparme por nada y comer todo. Echado en mi cama, comía y leía todo el día por los cinco primeros días mientras no estaba en la clínica atado a una camilla sintiéndome Wolverine dejándome pinchar los brazos por dos sádicas y despiadadas enfermeras mutantes: Dientes de sable y Magneto. Una pesadilla.

Con mi oido hiper sensible, cada sonido me mareaba hasta el punto de caer al suelo por una bocina de auto. Oía de todo. Podía escuchar conversaciones a una distancia en la que normalmente solo hubiera visto el mover de los labios. Me sentía todo un Clark Kent con mi súper oido. Escuchaba fuerte el viento y cualquier golpe. Pero todo esto me provocaba fortísimos dolores de cabeza y mareos.

Los días pasaban y lo primero que regresó fue la parpadeada pero mi ojito seguía débil así que los lentes no me abandonaron. Luego llegó levemente un movimiento casi imperceptible a mis labios, ese movimiento de sonrisa. Digamos que ya podía mover medio centímetro de sonrisa y así, a la semana de hincones y empanzadas, me regresó la fe.

Me recuperaba día a día siguiendo paso a paso lo que decía el doctor. Hacía los ejercicios, las muecas, me tocaba, abría y cerraba la boca y me hacia los masajes. Hasta el noveno día, bacán. Me recuperaba incluso más rápido de lo normal según algunos galenos. Pero llegó el décimo día. El día de la electromiografía. Uno de esos días que quieres olvidar pero que sabes que recordarás por el resto de tu vida. La electromiografía es el examen que se hace al décimo día de la paralisis para saber la intensidad del daño que sufrieron los nervios, el periodo aproximado que demorará tu recuperación, el estado de los músculos inmovilizados y cuanto dolor puedes resistir sin gritar como un bebe, llorar como una niña o desmayarte como un anciano.

Luego de dos horas de espera distraído por el crucigrama de Peru21 y los gritos desgarradores que salían del consultorio escuché mi nombre y mi apellido y, juntando todas mis agallas, me hice el loco.

Una camilla, dos computadoras y tres agujas conectadas a una consola que mandaba electricidad por cables. Sí, electricidad. Créelo. Solo a alguien como al Dr. Jekill, a V. Frankenstein, a Hubert Farnsworth, a Marvin el marciano o a mi mama se le puede ocurrir ese tipo de tortura china. Yo, echado en la camilla, con las tres agujas introducidas aproximadamente un centímetro adentro. La primera en la frente arriba de la ceja, la segunda en el comienzo de los labios tirando para la mejilla y el tercero en el borde externo del párpado rozando el globo ocular. Cada una con su choque eléctrico respectivo que yo juraba sería una vibración relajante cual masajito pero terminó siendo un simulador de bofetadas sin asco ni compasión. Una cachetada electrica cada tres segundos por diez minutos aproximadamente. Los diez minutos más largos de mi vida. Ya te imaginarás con cual sentí más dolor. No, no te lo imaginas. Pero si podrás imaginarte las risas aguantadas de los doctores que me decían que no haga muecas pues algo podía salir mal y si algo salía mal tendríamos que repetirlo. Desgraciados.

Una vez listo y con las agujas fuera de mi pobre carita agradecía a Dios por todo lo que tenía vida y se podía mover, rascar y oler. Gracias por esto, gracias por aquello, gracias por fulano, sultano, mengano y su hermano, gracias porque las flores tienen pétalos y los caballos comen azúcar. No estaba en mi casillas, había perdido el conocimiento. Cosechaba odio en mi corazón y exigía venganza. No dije nada hasta que mi papá y mi abuelo me preguntaron si fue muy doloroso. Yo les dije que ni lo había sentido. "Ese es mi hijo caracho. Igualito a su padre." Sapos y culebras, viejo, sapos y culebras. No me había sentido tan mal desde que descubrí que la serie animada de Spiderman no tenía capitulo final. Se me cayó el mundo.

Todo ese día sentí el impacto de la electricidad en mi rostro como cuando el Botija le da una cachetada al Chómpiras. El dolor de las agujas era como si aún estuvieran ahí clavadas. El malestar me hizo olvidar la parálisis, el hambre, la sed, el sueño, el nombre, todo. Fue terrible. No, terrible es poco.

A la segunda semana ya tenía los resultados y ya estaba en capacidad para comenzar la rehabilitación. Me recupere al 80% en el primer mes y luego todo fue muy lento. Hubo momentos de ansiedad cuando mi recuperación parecía estancarse. Pero siempre supe que me levantaría de esto porque puse todo de mí para volver a la normalidad. La terapia fue simple: hidromasajes, vibraciones, infrarrojos, masajes y calor. Dieta de proteínas y dormir. Al mes y medio ya estaba como si nada con respecto al movimiento de lo que llamo cara.

A simple vista parece que me he recuperado completamente, pero nadie se recupera completamente de una parálisis. Aunque si pones todo de tu parte para levantarte y enfrentar tus problemas puedes llegar al 99% de recuperación como lo hice yo. Agradezco a Dios, a mis amigos, a mi familia y a todos los que se preocuparon por mí. Realmente fue una expericiencia muy dura. No fue nadita fácil ver que también habían niños paralizados que no sabían qué estaba pasando en sus caritas, oírlos llorar y conversar con gente que ya repetía la parálisis hasta más de tres veces no fue fácil.

Sobrellevar la ansiedad y la angustia de saber si te recuperarás pronto. Esperar las secuelas y tratar de olvidar los problemas. Los mismos problemas que comenzaron con todo esto. Esto que espero nunca repetir. Nunca.

¿Ahora entiendes?

Infeliz aniversario, dolor. Infeliz aniversario.

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