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Mostrando entradas de 2020

Un destino para las promesas

El olvido y la muerte son dos cosas diferentes, ambos tienen un tiempo particular y caminos divergentes. Olvidar no es morir, es simplemente poner las cosas en su lugar y seguir porque hay que seguir. Morir, por su parte, es el final, aunque se muera de pena o de felicidad, no existe el más allá y, si existiera, todo sería igual, lo feliz, feliz, y lo triste, triste. Digamos que son las dos caras de la moneda que se lanza a la vereda después de preguntarse si es mejor rendirse o aguantar. Por ejemplo, el recuerdo no tiene nada que ver con la vida. Recordar es el privilegio de viajar al pasado para volver a tener por un momento lo que perdimos. Vivir, en cambio, es el misterio más grande del universo, una breve alegoría a la indivisibilidad de los neutrinos, la forma subatómica elemental del equilibrio, que cada segundo acribillan las partículas de nuestro cuerpo sin dejar rastro, como cuando la muerte nos abraza sin poder llevarnos nada, luego de tenerlo todo.  Somos los neutrinos del

El viento en las orejas

Mi corazón es el cachorro de una perrita perdida que parió en un callejón la mañana más fría de abril entre cartones y neblina. Su sístole es temblar, su diástole es llorar. Ella lo ama, pero está rendida por el parto y su leche apenas le humedece los labios porque no había comida en la basura, donde están esos gatos que le dejaron esa cicatriz que siente con su lengua cuando moja su nariz. El dolor nunca está satisfecho. Ella peina su cabecita con su saliva y lo acurruca en su pecho, pero la humedad perfora sus músculos como agujas de hielo, y su llanto no cesa, y nadie lo escucha, y tanto temblar lo va a dejar sin fuerza. Solo queda contarle que más allá del dolor existe el preticor y el viento en las orejas, para que antes de partir, en su imaginación, sea lo último que sienta. Mi alma es la zebra más joven de una manada atacada por una jauría sádica de hienas. Su propio miedo le da náuseas y la tiene paralizada de patas a cabeza. Le falta el aliento, pero respirar pondría en peligr

Un espantapájaros en el desierto

Duermo en dos sofás de una pieza juntos y una silla puesta enseguida para mis pies. Dos tapetes de yoga doblados a la mitad encima de los sofás para que no se separen mientras duermo y una especie de frazada gruesa doblada en tres encima de eso, y de la silla, para dar la impresión de al menos estar en un colchón viejo. Sobre todo eso una manta polar doblada en tres y, sobre ella, yo.  Otras dos mantitas polar delgadas de colores casi fosforescentes, que solo mi padre me podría haber dado, para envolver mis pies fríos, y una hermosa manta gruesa y abrigadora color beige, que solo mi madre me podría haber conseguido, cubre lo que queda de mí, si es que le puede quedar algo a esto que es la representación de lo inútil que podría ser un espantapájaros en el desierto. Aquí estoy pasando mi exilio voluntario, en un gimnasio cerrado por un virus que nadie ve, pero que ha hecho caer en la más absoluta miseria a miles de personas que, como yo, no lo sentimos hasta que fue demasiado tarde. Teng