El viento en las orejas

Mi corazón es el cachorro de una perrita perdida que parió en un callejón la mañana más fría de abril entre cartones y neblina. Su sístole es temblar, su diástole es llorar. Ella lo ama, pero está rendida por el parto y su leche apenas le humedece los labios porque no había comida en la basura, donde están esos gatos que le dejaron esa cicatriz que siente con su lengua cuando moja su nariz.

El dolor nunca está satisfecho. Ella peina su cabecita con su saliva y lo acurruca en su pecho, pero la humedad perfora sus músculos como agujas de hielo, y su llanto no cesa, y nadie lo escucha, y tanto temblar lo va a dejar sin fuerza. Solo queda contarle que más allá del dolor existe el preticor y el viento en las orejas, para que antes de partir, en su imaginación, sea lo último que sienta.

Mi alma es la zebra más joven de una manada atacada por una jauría sádica de hienas. Su propio miedo le da náuseas y la tiene paralizada de patas a cabeza. Le falta el aliento, pero respirar pondría en peligro la poca vida que le queda por arriesgar cuando sepa que su única salida del valle de la sombra y la desesperación, es un ancho y profundo río alfombrado por cocodrilos hambrientos. 

Es cuestión de tiempo. Por más que ella salte con todas sus fuerzas entre las largas y voraces mandíbulas de la desdicha, los colmillos del destino van a desgarrar su piel hasta que nadie la pueda reconocer, pintando el río por un momento del rojo que tanto ama ver en el cielo, cuando atardece en la sabana africana y los nativos hacen sonar las ensordecedoras vuvuzelas del olvido.

Mi mente es una pequeña ballena encallada en la orilla de la playa más virgen del planeta, volteada y ahogándose lentamente en su propia voluntad perdida por no encontrar la salida de un mar contaminado desde su vertiente. La arena incandescente marchita su majestuosidad y reseca sus sueños, y el sol del mediodía le recuerda que nunca nada que brille tanto puede ser tan bueno. 

En la vida todo tiene un precio. Con su autoestima anclada en la miseria y el orgullo en un trapecio, la belleza inesperada de las noctilucas que brillan mientras anochece adorna el momento, pero ella cree que no lo merece. Ni las olas ni las nubes ni las estrellas que extraña cuando amanece la han consolado. Cierra sus ojos y llora por última vez el canto más triste que nadie nunca ha escuchado.


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