Un espantapájaros en el desierto

Duermo en dos sofás de una pieza juntos y una silla puesta enseguida para mis pies. Dos tapetes de yoga doblados a la mitad encima de los sofás para que no se separen mientras duermo y una especie de frazada gruesa doblada en tres encima de eso, y de la silla, para dar la impresión de al menos estar en un colchón viejo. Sobre todo eso una manta polar doblada en tres y, sobre ella, yo. 

Otras dos mantitas polar delgadas de colores casi fosforescentes, que solo mi padre me podría haber dado, para envolver mis pies fríos, y una hermosa manta gruesa y abrigadora color beige, que solo mi madre me podría haber conseguido, cubre lo que queda de mí, si es que le puede quedar algo a esto que es la representación de lo inútil que podría ser un espantapájaros en el desierto.

Aquí estoy pasando mi exilio voluntario, en un gimnasio cerrado por un virus que nadie ve, pero que ha hecho caer en la más absoluta miseria a miles de personas que, como yo, no lo sentimos hasta que fue demasiado tarde. Tengo la espalda como trocha atravesada todo el tiempo por estampidas de animales salvajes y un apocalipsis en el pensamiento. Y creo que es lo único que tengo. 

Estoy a punto de cumplir un año con tantos ingresos económicos como esperanzas de que todo este caos termine pronto. Durante ese tiempo solo he generado la fe y la esperanza suficiente como para sujetarme con la uña del último dedo de la mano que se sostiene del milímetro de dignidad que le puede quedar a una persona que, como yo, si no vive para servir, no sirve para vivir.

Caigo lentamente por el agujero más profundo del mar, rodeado de una completa y terrorífica oscuridad. Solo escucho el bombeo de mi sangre recorriendo las venas de mi cabeza una y otra vez, como pequeños e insoportables tambores en mis orejas. Ojos abiertos, pupilas dilatadas y ninguna luz al final de este túnel en que el no estaría si no fuera por mis propias y malditas decisiones.

Siempre he dicho que la soledad es un parque de diversiones para mí, pero ya no es temporada de fiestas y el cielo llora las lluvias de la injusticia, convirtiendo los juegos mecánicos en un cementerio de recuerdos, donde las emociones solo son manos calavéricas que escapan de sus sepulcros y yo solo soy el último de los payasos, retocando un maquillaje barato a la espera de mi expiración. 

Nunca me he sentido tan vacío como en este preciso momento, tan real y tan eterno, que me hace sentir abandonado aunque no lo esté e infeliz aunque no lo sea. Siento que no tengo derecho ni a morir en silencio o sonriendo, que no soy ni el dueño de un pelo de mi propio gobierno. Me siento cada milésima de segundo que pasa más y más enfermo del cáncer de los sueños muertos.

Había olvidado escribir porque fui feliz durante mucho tiempo y ahora solo me queda volver a reconocer que uno es el escritor del miedo a desaparecer del mapa, el poeta del empeño del olvido, el redactor del veneno en el alma. Al final solo estoy seguro de que no estoy seguro de nada y nunca nada es seguro, aunque el cielo siempre puede romperse en el clímax del más cruel de los dramas.

Aceptar que la miseria atraviese mi corazón como jabalina en olimpiada es, si mi memoria no me falla, lo más injusto y doloroso que ha sentido mi percepción del merecimiento. Mi mente es un campo esteril donde el eco de las palabras que ignoraba vuelve por mi corazón herido cada vez que parpadeo. Nunca dejes de prepararte para cuestionar la vida en el lugar en el que estoy durmiendo. 


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