Cartas de Soledad. Prólogo.

"... y caminé porque aprendí que no hay peor cosa que detenerse".

Los días dejaron de ser los mismos cuando dejé de ir al parque del malecón con mi mamá a jugar a la pelota, a ver el mar y a oler el pasto humedecido de sonidos que condensaban más risas que llantos. Eran frescas tardes de verano y de cielo rojizo que parecían hechos para nuestros abrazos, para que la felicidad nos enseñe a respirar el aire del amor que nunca exhalas cuando eres niño, solo te llenas de él.

Pero crecí como crece todo el mundo. Porque nadie está libre de la maldición de crecer y tener que desprenderse obligadamente de los lacitos de colores primarios que te amarran a la ternura y a la inocencia de los años que todos mueren por volver a vivir. Porque solo se vive en esos años. Luego se va muriendo. Se va exhalando.

Aprendí a madurar y lo tuve que poner en práctica casi obligado buscando el destino que tiene para mí el Dios que me ama. Sugerí una escalera al cielo para facilitar el trámite de mi salvación pero me soltaron una cuerda llena nudos que tenían escrito un proverbio en cada uno. Me explicaron el horror de la mentira y del conformismo y lo entendí bien, sin embargo, inferí que de amor nada me iban a enseñar y que tendría que aprenderlo por mí mismo pero, como la brillantez no es exclusiva, en el camino tendí al error, tropecé y, felizmente, me encontré con la sabiduría.

Así que, una vez listo para el mundo real, rompí la burbuja que contenía mi esencia con un fuerte latido y pisé la tierra más dura que había con el propósito de saber lo que podía llegar a hacerme una caída. Puse los pies bien derechitos y caminé porque aprendí que no hay peor cosa que detenerse.

Mi vida transcurría como el caprichoso tiempo decidió y era, de una manera especial, una vida normal. Hasta que una noche de primavera conocí a Soledad mientras yo caminaba tambaleante y anestesiado de recuerdos por el mismo parque del malecón que me vio vivir y ser feliz. Ella caminaba distraída como siempre. Miraba el piso con la curiosidad de la búsqueda pero no buscaba nada. Levantaba la mirada al unísono con sus cejas para ver si el cielo estaba despejado y las estrellas confirmaron sus sospechas. Yo nunca dejé de mirarla y ella se dio cuenta.

Soledad era única. Y digo que era pues ya no la tengo. Se fue hace poco. Ella era especial y espacial. Especial pues nunca nadie me dio tanto y de tantas formas. Y espacial porque esporádicamente viajábamos y veíamos las estrellas que ella siempre nombraba por sus nombres. Y ahora que lo recuerdo, extraño mucho hacerlo. Era lo máximo.

“... Soledad estaba triste. Aprendí a notar su tristeza. Y así se fue Soledad. Así te fuiste".

La noche anterior a su partida fue rutinaria. Echado de costado en la cama, boca arriba en el sofá. El mismo cuaderno y el mismo silencio que tanto le gustaba a Soledad. El lapicero más cercano y el clic cuando le empujas el segurito para sacar la punta o volverla a meter. Clic, clic, clic. El mismo silencio y, de lejos, el agresivo mar y sus olas. Otra posición en el sofá y el celular cargando. Me saqué las medias porque era verano y todo me parecía un premio que no creía merecer.

Por eso se hizo justicia seguramente. Por eso dejó que duerma y no me avisó que me podía doler la espalda si no me acomodaba el cuello. Soledad estaba triste. Aprendí a notar su tristeza. Y así se fue Soledad. Así te fuiste. Mientras yo dormía y el cielo lloraba. Sé que viste la lluvia golpeando la ventana diciéndote que no salgas pero aún así saliste.

El día que soledad se fue se convirtió en la gruesa muralla que hoy divide mi vida antes y después de ella. Esa era la influencia que ella tenía sobre mí. Fui fuerte desde que ella me enseñó a serlo. Fui frío desde que ella me dijo cómo serlo. Fui paciente desde que ella me dijo que tenía que serlo. Fui muchas cosas por ella y ella siempre fue la misma que yo necesitaba. Siempre.

La partida de Soledad me abrió los ojos a un nuevo mundo que solo conocía porque ella se encargó de prepararme para este día. Ella me decía todo lo que tenía que saber mientras yo le miraba con atención desorbitada esos ojos profundos, enormes y hermosos que le recuerdo. Ella me liberó de mis propias cadenas y me sentenció a un veredicto realmente injusto: obligadamente tendría que ser feliz sin ella y no había otra opción. Ella eligió lo mejor para mí porque yo sabía que lo mejor era estar sin ella y no quería. No quería estar sin ella. Y ella quería que yo vuelva a ser feliz. Ella se tuvo que ir sin decirme nada. No se despidió ni me acomodó el cuello ni me arropó ni nada.

".. cuando Soledad se fue me di cuenta que me había quedado completamente solo.. "

Soledad se fue y con ella se fue el sol, la luna y los brillos del mar a las cinco de la tarde. Aún no me explico cómo podía haber luz sin ella. No pude asimilar su partida hasta que leí la última carta que me dejó. Sí, Soledad dejó una serie de cartas esparcidas en cada rincón de la casa y en cada lugar donde solíamos burlarnos del tiempo y sus exámenes de admisión. Y las dejó con tal precisión que yo las iría encontrando en situaciones específicas como un plan impecable lleno de un orden sorprendente e increíble. Doce cartas, doce mensajes escritos con su estilo que cada mes leía alucinando su voz, su sonrisa, si perfume, su presencia y el movimiento de sus labios. La imaginaba toda. Y todo era perfecto hasta que se terminaba.

Cuando Soledad se fue me di cuenta de que me había quedado completamente solo y se me olvidó todo hasta que al fin pude recordar mi nombre cuando lo pronunciaba al leerlo en cada carta. Ella y yo habíamos pasado tanto tiempo juntos que no me sorprendió encontrar esas doce cartas en tal control del orden de mis pasos cual premonición. Yo tenía el corazón tan abierto a su mente y ella me recibió tan tibiamente en su interior que pudo adivinar cada uno de los pasos que yo daría sin ella. Como si ella ya hubiera vivido lo que iba a suceder. Como si mi vida fuera su deja vu.

Fin del prologo.

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