La bóveda de las heridas
En una vieja cuna blanca, repintada por estas manos que te escriben y te extrañan, duerme una pequeña, pero gran, parte de mí. Entre flores lilas de dos dimensiones, que compré en uno de esos negocios hippies de la generación z, y abejas colgantes y amorfas que, casualmente, me regaló mi mamá, y que vuelan y cuidan su intrigante sueño, llenas de miel. No tienes ni la menor idea de lo que estoy sintiendo, lo sé.
Te escribo, y te pido perdón por eso, porque he recordado una conversación que tuvimos a los nueve años en el parque de la parroquia del colegio. Éramos dos niños y solo un verano, jugando a ser inocentes y atrapando abejas con las manos. ¿Sabes por qué nunca nos picaron? Porque no sabíamos que podían hacerlo y ellas simplemente se apiadaron, y así vivíamos la vida, como si la hubiéramos comprado.
Esta pequeña, pero inconmensurable parte de mí, por ejemplo, aún no sabe lo que es conocer personas como tú y ese es uno de mis mayores miedos, que no aprenda a medir el peligro que es vivir sin alguien que administre su palacio mental y que limpie de vez en cuando lo que guardamos en la bóveda de las heridas. Temo que crezca creyendo que el amor no lastima, que lo puede todo, que la ignorancia es un salvavidas.
-No es un arroz -me dijiste sonriendo, -es una larva lo que tiene esa abeja en su cuerpo -y la miraste fijamente frunciendo el ceño, y sé que escapas de la realidad en ese momento. Cuando enfocas tu mirada en algo y entrecierras los párpados creo que entras al espacio del alma de las cosas. -Prométeme que nunca cargarás un bebé que no sea tuyo -te interrumpí, y hoy me arrepiento, ¡cómo pude darte ese sufrimiento!
Exijo que me digas si hasta el día de hoy has cumplido esa estúpida promesa, si la respuesta es sí, te ruego que la olvides; si la respuesta es no, aunque lo dudo, dada tu absurda moralidad, ya debes saber entonces que todos los secretos del universo se responden en ese preciso y precioso momento. Por favor, dime que no cumpliste con tu palabra. ¡Oh!, ¿a quién quiero engañar?, ¡te suplico que me traiciones ahora!, ¡ya!
De haberlo sabido, jamás te hubiera sometido a tamaño castigo. La real pena máxima, la abstinencia de la más hermosa y absoluta vulnerabilidad, la tristeza perpetua autoinducida. Siento que te he privado de una que otra lágrima de felicidad y lo siento, sé que es imperdonable o, al menos, debería serlo, incluso para ti, que exorcizas todas las culpas excepto las tuyas. Pídeme que huya, necesito ser la primera persona que odies, aunque no lo quieras aceptar.
No te corresponde, pero ha sido difícil este proceso: exámenes, tratamientos, depresión, terapia. Sí, nunca estuve sola, muchas personas hicieron lo que tú hubieras hecho con los ojos vendados, aunque, a decir verdad, siempre los tienes así. Soy feliz, ¿sabes?, después de todo uno elige serlo. Hace mucho que ya no estás, sin embargo, en una vieja cuna blanca, repintada por estas manos que no te deben escribir, duerme una pequeña, pero gran parte de mí.
BC
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